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ALCIBÍADES. —Así es.

SÓCRATES. —Estamos convenidos, además, en que es el alma la que es preciso cuidar, debiendo ser este el único fin que nos propongamos.

ALCIBÍADES. —Sin duda.

SÓCRATES. —Que es preciso dejar a los demás el cuidado del cuerpo y de lo que pertenece al cuerpo, como las riquezas.

ALCIBÍADES. —¿Puede negarse eso?

SÓCRATES. —¿Cómo podríamos sentar esta verdad de una manera más clara y evidente? Porque si consiguiéramos verla con toda claridad, es indudable que nos conoceríamos perfectamente a nosotros mismos. Tratemos, pues, en nombre de los dioses, de entender bien el precepto de Delfos, de que ya hemos hablado; pero ¿comprendemos, por ventura, ya toda su fuerza?

ALCIBÍADES. —¿Qué fuerza? ¿Qué quieres decir con eso, Sócrates?

SÓCRATES. —Voy a comunicarte lo que a mi juicio quiere decir esta inscripción y el precepto que ella encierra. No es posible hacértelo comprender por otra comparación que por esta que se toma de la vista.

ALCIBÍADES. —¿Cómo?

SÓCRATES. —Fíjate bien: si esta inscripción hablase al ojo, como habla al hombre, y le dijese: mírate a ti mismo, ¿qué creeríamos nosotros que le decía? ¿No creeríamos que la inscripción ordenaba al ojo que se mirase en una cosa, en la que el ojo pudiera verse?

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