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CÁRMIDES. —¡Por Zeus!, Sócrates, no sé si poseo o no poseo la sabiduría; ni cómo puedo saberlo, cuando tú mismo no puedes determinar su naturaleza, por lo menos según tu confesión; si bien en este punto no te creo, y antes bien pienso que tengo gran necesidad de tus palabras mágicas; y quiero someterme a su virtud sin interrupción hasta que me digas que es bastante.

CRITIAS. —Perfectamente. La mayor prueba que puedes darme de tu sabiduría, mi querido Cármides, es entregarte a los encantos de Sócrates y no alejarte de él ni un solo instante.

CÁRMIDES. —Me uniré a él, y seguiré sus pasos; porque me haría culpable si en este punto no te obedeciese, a ti que eres mi tutor, y si no hiciese lo que mandas.

CRITIAS. —Sí, yo, yo te lo mando.

CÁRMIDES. —Lo haré, y desde hoy quiero comenzar.

SÓCRATES. —¡Ah!, ¿qué es lo que los dos tramáis?

CRITIAS. —Nada, sino que nos tienes a tus órdenes.

SÓCRATES. —Pero qué, ¿empleáis la fuerza sin dejarme la libertad de escoger?

CÁRMIDES. —Sí, la fuerza; es preciso hacerlo así, puesto que él lo manda. Mira ahora lo que te toca a ti hacer.

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