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LAQUES: —Te lo aseguro, Lisímaco.

NICIAS: —Yo puedo asegurártelo también; porque no hace cuatro días que me ha dado para mi hijo un maestro de música, que es Damón, discípulo de Agatocles, y que, superior en su arte, tiene además todas las cualidades que puedes desear en un hombre que ha de dirigir a jóvenes de esta edad.

LISÍMACO. —En verdad, Sócrates, Nicias y Laques; yo y los que son tan viejos como yo, no conocemos a los que son jóvenes; porque apenas salimos de casa a causa de nuestros muchos años; pero tú, ¡oh hijo de Sofronisco!, si tienes algún buen consejo que darme, a mí que soy de tu mismo pueblo, no me lo niegues; puedo decir, que me lo debes de justicia, porque eres amigo de nuestra casa. Tu padre Sofronisco y yo hemos sido siempre amigos desde nuestra infancia, y nuestra amistad ha durado hasta su muerte sin la menor disidencia. Ahora recuerdo que mil veces estos jóvenes, hablando juntos en casa, repiten a cada momento el nombre de Sócrates, de quien dicen mil alabanzas, y yo jamás me apercibí de preguntarles si hablaban de Sócrates, hijo de Sofronisco; pero, hijos míos, decidme ahora; ¿es éste el Sócrates, de que os he oído hablar tantas veces?

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