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»Si hubiera querido decir que es malo ser virtuoso, no hubiera añadido que solo Dios posee la virtud, y se hubiera guardado bien de hacer semejante presente a la divinidad. Si lo hubiera hecho, Pródico no hubiera dejado de llamar a Simónides impío, lejos de llamarle un ciudadano de Ceos.[23] Pero por poca que sea tu curiosidad de saber si yo estoy versado en lo que llamas lectura de los poetas, voy a darte una explicación del sentido de este pequeño poema de Simónides, y si gustas tú darla, te escucharé con el mayor placer.

Protágoras entonces dijo:

—Como quieras, Sócrates.

Pródico e Hipias y todos los demás me suplicaron que hiciera la relación.

—Trataré —les dije— de explicaros lo que pienso sobre esta pieza de Simónides.

»La filosofía es muy antigua entre los griegos, sobre todo en Creta y en Lacedemonia. Allí hay más sofistas que en ninguna otra parte, pero se ocultan y figuran ser ignorantes, como los sofistas de que Protágoras ha hablado, para que no se crea que superan a todos los demás griegos en habilidad y en ciencia, y solo quieren que se les considere como hombres bravos, que están por encima de todos los demás por su valor. Porque están persuadidos de que si fuesen conocidos tales como ellos son, todo el mundo se aplicaría a la filosofía. De esta manera, ocultando su habilidad, engañan a todos aquellos griegos que se jactan de seguir las costumbres de los lacedemonios, como que la mayor parte, para imitarles, se cortan las orejas, ciñen su cuerpo solo con cuerdas, se entregan a los ejercicios más duros, y gastan vestidos muy cortos, porque están persuadidos de que, merced a estas austeridades, los lacedemonios superan en fama a todos los demás griegos. Pero los lacedemonios, cuando quieren conversar con sus sofistas en plena libertad, y están fastidiados de verlos solo a hurtadillas, arrojan todas estas gentes que les estorban, es decir, todos los extranjeros que se encuentran en sus ciudades, y así conversan con sus sofistas, sin admitir a ningún extranjero. Tampoco permiten que los jóvenes viajen por las demás ciudades, por temor de que olviden lo que han aprendido, como se practica en Creta. Entre estos sabios, no solo se cuentan hombres, sino también mujeres, y una prueba infalible de que os digo verdad y de que los lacedemonios están perfectamente instruidos en la filosofía y en la elocuencia, es que, si alguno quiere conversar con el más miserable de ellos, al pronto le tendrá por un idiota, pero después, en el curso de la conversación, este idiota hallará medio de soltar a tiempo una frase corta, viva, llena de sentido y de fuerza, que lanzará como un rayo, de suerte que el que tan mala opinión había formado de él, se encontrará rebajado como un chiquillo. Así es que muchos de nuestro tiempo y muchos de los anteriores siglos han comprendido que laconizar es mucho más filosofar que ejercitarse en la gimnasia, por estar muy persuadidos, y con razón, de que solo un hombre muy instruido y bien educado puede tener semejantes arranques. De este número han sido Tales de Mileto, Pítaco de Mitilene, Bías de Priene, nuestro Solón, Cleóbulo de Lindos, Misón de Quena[24] y Quilón de Lacedemonia, el séptimo sabio. Todos estos sabios han sido sectarios de la educación lacedemoniana, como lo prueban esas lacónicas sentencias que se conservan de ellos. Habiéndose encontrado cierto día todos ellos juntos, consagraron a Apolo, como primicias de su sabiduría, estas dos sentencias que están en boca de todo el mundo y que hicieron que se fijaran en la portada del templo de Delfos: Conócete a ti mismo y Nada en demasía.[25]

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