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—No es posible negarlo.

—Por consiguiente es claro que los valientes no tienen un temor vergonzoso cuando temen, ni una seguridad indigna cuando se manifiestan resueltos.

—Ésa es una verdad —dijo.

—Si esos temores y esas confianzas no son vergonzosos, ¿no es claro que son bellos?

Convino en ello.

—Y si son bellos ¿no son igualmente buenos?

—Sin duda.

—Y los cobardes, los temerarios y los furiosos, ¿no tienen temores indignos y confianzas vergonzosas?

—Lo confieso.

—Y estas confianzas vergonzosas de los cobardes ¿de dónde proceden?, ¿nacen de otro principio que de la ignorancia?

—No —dijo.

—Pero qué, lo que hace que los cobardes sean cobardes, ¿cómo lo llamas, valor o cobardía?

—Lo llamo cobardía.

—Los cobardes, por lo tanto, ¿te parecen cobardes a causa de la ignorancia en que están de las cosas terribles?

—Ciertamente.

—¿Luego es esta ignorancia la que les hace cobardes?

—Convengo en ello.

—¿Convienes, pues, en que lo que hace los cobardes es la cobardía?

—Ciertamente.

—De esta manera, en tu opinión, ¿la cobardía es la ignorancia de las cosas terribles y de las que no lo son?

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