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La cuestión tiene su origen en la vanidad del sofista, que, haciendo confianza de Sócrates, le cuenta el triunfo que recientemente ha obtenido en Lacedemonia por un discurso sobre las bellas ocupaciones, convenientes a los jóvenes. Pero, pregunta Sócrates, ¿qué es una ocupación bella? ¿Qué es lo que hace que una cosa sea bella? ¿Qué es, en fin, lo bello? No conociéndolo, ¿podrá decirse dónde se encuentra y dónde no se encuentra? A estas preguntas inevitables, Hipias, muy sorprendido, respondió por lo pronto con rodeos. Confundiendo las cosas bellas con lo bello mismo, propone sin intermisión tres soluciones igualmente estrechas y ligeras. —Lo bello es una mujer bella. —¿Por qué una bella mujer y no una bella yegua, una bella lira, una bella marmita? —Lo bello es el oro. —No, ni más ni menos que el marfil, las piedras preciosas, o cualquier otra sustancia puesta en obra por el arte[2]. —Lo bello es la riqueza, la salud, la consideración, la ancianidad, una muerte honrosa acompañada de magníficos funerales. —De ninguna manera; porque cada una de estas cosas, tan pronto es bella, tan pronto fea, según los hombres, los tiempos, los países, las ideas, el uso que de ellas se hace, y, por consiguiente, no es bella en sí. Y si se toman todas juntas, tampoco presentan una idea suficiente de lo bello, puesto que no siendo aplicables más que a los hombres, y jamás al arte, a la naturaleza, a los dioses, estrechan lo bello, universal por su naturaleza, a un solo género de seres y al menor de todos. —He aquí, en suma, tres teorías insostenibles bajo el mismo concepto, y aunque con diferentes términos, siempre aparece la misma confusión de las dos ideas: la idea del objeto bello, la idea de lo bello en sí.

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