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Hipias propone por fin una última definición: lo bello es el placer que proporcionan los sentidos de la vista y del oído. Por este motivo, por ejemplo, las tapicerías, las pinturas, las estatuas, las obras moldeadas, la música, los discursos, nos parecen cosas bellas. Sócrates le hace comprender desde luego que en su definición no puede entrar una clase de belleza que no es menos real, que es la belleza moral, la de las instituciones y las leyes, por ejemplo. Por otra parte, la vista y el oído no son los únicos sentidos que nos causan placer. Para ser justo debería decirse que lo bello está en toda sensación de placer, en una palabra, en lo agradable. Lo que esto suponees que entre el número de las sensaciones agradables que proceden de los sentidos, además de las de la vista y el oído, las hay que son groseras, las hay que son vergonzosas, incapaces las unas e indignas las otras de recibir el nombre de bellas; lo que prueba de paso, que lo agradable no es lo bello. Pero lo agradable no es otra cosa que el placer, y si la vista y el oído constituyen lo bello por sí solos, no puede verificarse por el placer que es común a ambos, y común igualmente a los demás sentidos. Entonces, ¿a qué título las sensaciones de la vista y del oído producen lo bello? A título, se dirá, de que el placer que procuran es el más ventajoso, el mejor de los placeres, el placer sin mezcla de pena. Pero esto es volver a la confusión refutada ya más arriba de lo ventajoso y de lo bello, de lo bello causa eficiente del bien; y de este modo la discusión gira en un círculo vicioso. Hipias lo conoce bien, y como se siente resentido, exclama que lo bello es hacer un discurso persuasivo y útil, y no ocuparse de miserias. Pero Sócrates le confunde, con solo limitarse a repetir la primera pregunta que hizo al principio: ¿puede saberse si un discurso es bello cuando no se sabe qué es lo bello?

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