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Entonces se encendió una terrible guerra; todos los griegos invadieron y arrasaron el Ática, y pagaron a Atenas con culpable ingratitud. Pero los nuestros los vencieron por mar. Los lacedemonios, que se habían puesto a la cabeza de sus enemigos, en lugar de exterminar a nuestros prisioneros en Sfagia, como hubieran podido hacerlo, los perdonaron, los entregaron y concluyeron la paz. Creían que a los bárbaros era preciso hacerles una guerra de exterminio, pero que tratándose de hombres de un origen común, solo debía combatirse por la victoria, porque nunca era justo, por el resentimiento particular de una ciudad, arruinar la Grecia entera. ¡Honor a los valientes que sostuvieron esta guerra y descansan ahora en este monumento! Si alguno pudiera suponer que en la guerra contra los bárbaros hubo un pueblo más valiente o más hábil que los atenienses, ellos han probado cuán falsa es esta suposición. Lo han probado por su superioridad en los combates, en medio de las divisiones de la Grecia, puesto que triunfaron de los pueblos de más nombradía, y que vencieron con sus solas fuerzas a los mismos que habían concurrido con ellos para vencer a los bárbaros.

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