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ION. —Sí, ¡por Zeus!, tus discursos, Sócrates, causan en mi alma una profunda impresión, y me parece que los poetas, por un favor divino, son para con nosotros los intérpretes de los dioses.

SÓCRATES. —¿Y vosotros los rapsodistas no sois los intérpretes de los poetas?

ION. —También es cierto.

SÓCRATES. —Luego sois vosotros los intérpretes de los intérpretes.

ION. —Sin contradicción.

SÓCRATES. —Vamos, respóndeme Ion, y no me ocultes nada de lo que te voy a preguntar. Cuando recitas, como conviene, ciertos versos heroicos, y conmueves el alma de los espectadores, ya cantando a Odiseo en el momento en que lanzándose al umbral de su palacio, se da a conocer, a los amantes de Penélope y derrama a sus pies una multitud de flechas,[5] o ya a Aquiles arrojándose sobre Héctor,[6] o cualquier otro pasaje conmovedor de Andrómaca, de Hécuba, o de Príamo,[7] ¿te dominas, o estás fuera de ti mismo?, ¿llena tu alma de entusiasmo?, ¿no te imaginas estar presente en las acciones que recitas, y que te encuentras en Ítaca o delante de Troya, en una palabra, en el lugar mismo donde pasa la escena?

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