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ION. —¡La prueba que me pones a la vista es patente, Sócrates! Porque si he de hablarte con franqueza, te aseguro, que cuando declamo algún pasaje patético, mis ojos se llenan de lágrimas, y que cuando recito algún trozo terrible o violento, se me erizan los cabellos y palpita mi corazón.
SÓCRATES. —Pero qué, Ion, ¿diremos que un hombre está en su sano juicio, cuando, vestido con un traje de diversos colores y llevando una corona de oro, llora en medio de los sacrificios y de las fiestas, aunque no haya perdido ninguno de sus adornos, o cuando, en compañía de más de veinte mil amigos, se le ve sobrecogido de terror, a pesar de no despojarle ni hacerle nadie ningún daño?
ION. —No ciertamente, Sócrates, puesto que es preciso decirte la verdad.
SÓCRATES. —¿Sabes tú si transmitís los mismos sentimientos al alma de vuestros espectadores?
ION. —Lo sé muy bien. Desde la tribuna, donde estoy colocado, los veo habitualmente llorar, dirigir miradas amenazadoras, y temblar como yo con la narración de lo que oyen. Y necesito estar muy atento a los movimientos que en ellos se producen, porque si los hago llorar, yo me reiré y cogeré el dinero; mientras que si los hago reír, yo lloraré y perderé el dinero que esperaba.