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»Un dios ha mezclado a la mayor parte de los males que afligen a la humanidad un goce fugitivo. Así la adulación, esta bestia cruel, este funesto azote, nos hace gustar algunas veces un placer delicado. El comercio con una cortesana, tan expuesto a peligros, y todas las demás relaciones y hábitos semejantes no carecen de ciertas dulzuras pasajeras. Pero no basta que el amante dañe al objeto amado, sino que la asidua comunicación en todos los momentos debe llegar a ser desagradable. Un antiguo proverbio dice, que los que son de una misma edad se atraen naturalmente. En efecto, cuando las edades son las mismas, la conformidad de gustos y de humor, que de ello resulta, predispone la amistad, y, sin embargo, semejantes relaciones tienen también sus disgustos. En todas las cosas, se dice, la necesidad es un yugo pesado, pero lo es sobre todo en la sociedad de un amante, cuya edad se aleja de la de la persona amada. Si es un viejo que se enamora de uno más joven, no le dejará día y noche; una pasión irresistible, una especie de furor, le arrastrará hacia aquel, cuya presencia le encanta sin cesar por el oído, por la vista, por el tacto, por todos los sentidos, y encuentra un gran placer en servirse de él sin tregua, ni descanso; y en compensación del fastidio mortal que causa a la persona amada por su importunidad, ¿qué goces, qué placeres, esperan a este desgraciado? El joven tiene a la vista un cuerpo gastado y marchitado por los años, afligido de los achaques de la edad, de que no puede librarse; y con más razón no podrá sufrir el roce, al que sin cesar se verá amenazado, sin una extrema repugnancia. Vigilado con suspicaz celo en todos sus actos, en todas sus conversaciones, oye de boca de su amante tan pronto imprudentes y exageradas alabanzas como reprensiones insoportables que le dirige cuando está en su buen sentido; porque cuando la embriaguez de la pasión llega a extraviarle, sin tregua y sin miramiento lo llena de ultrajes, que lo cubren de vergüenza.