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SÓCRATES. —Pero, amigo mío, sería muy ridículo oponer a una obra maestra de tan insigne orador la improvisación de un ignorante.
FEDRO. —¿Sabes una cosa?, que te dejes de nuevos desdenes, porque si no recurriré a una sola palabra que te obligará a hablar.
SÓCRATES. —Te suplico que no recurras.
FEDRO. —No, no. Escucha. Esta palabra mágica es un juramento. Juro, pero ¿por qué dios?, si quieres, por este plátano, y me comprometo por juramento a que si en su presencia no hablas en este acto, jamás te leeré, ni te recitaré, ningún otro discurso de quienquiera que sea.
SÓCRATES. —¡Oh!, ¡qué ducho!, ¡cómo ha sabido comprometerme a que le obedezca, valiéndose del flaco que yo tengo, de mi cariño a los discursos!
FEDRO. —Y bien, ¿tienes todavía algún mal pretexto que alegar?
SÓCRATES. —¡Oh dios!, no; después de tal juramento, ¿cómo podría imponerme una privación semejante?
FEDRO. —Habla, pues.
SÓCRATES. —¿Sabes lo que voy a hacer antes?
FEDRO. —Veámoslo.
SÓCRATES. —Voy a cubrirme la cabeza[11] para concluir lo más pronto posible, porque el mirar tu semblante me llena de turbación y de confusión.