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FEDRO. —¿Qué dices, Sócrates? Lo más admirable de su discurso consiste en decir precisamente todo lo que la materia permite; de manera que sobre lo mismo no es posible hablar, ni con más afluencia, ni con mayor exactitud.

SÓCRATES. —En ese punto yo no soy de tu dictamen. Los sabios de los tiempos antiguos, hombres y mujeres, que han hablado y escrito sobre esta materia, me convencerían de impostura, si tuviera la debilidad de ceder sobre este punto.

FEDRO. —¿Y cuáles son esos sabios?, ¿o has encontrado otra cosa más acabada?

SÓCRATES. —En este momento no podré decírtelo; sin embargo, alguno recuerdo, y quizá en la bella Safo, o en el sabio Anacreonte, o en algún otro prosista encontrará ejemplos. Y lo que me compromete a hacer esta conjetura es que desborda mi corazón, y que me siento capaz de pronunciar sobre el mismo objeto un discurso que competiría con el de Lisias. Conozco bien que no puedo encontrar en mí mismo todo ese cúmulo de bellezas, porque no lo permite la medianía de mi ingenio; pero quizá los pensamientos que salgan de mi alma, como de un vaso lleno hasta el borde, procedan de orígenes extraños. Pero soy tan indolente que no sé cómo, ni de dónde, me vienen.

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