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FEDRO. —Verdaderamente, mi noble amigo, me agrada lo que dices. Te dispenso de que me digas quiénes son esos sabios, ni de dónde aprendiste sus lecciones. Pero cumple lo que me acabas de prometer; pronuncia un discurso tan largo como el de Lisias, que sostenga la comparación, sin tomar nada de él. Por mi parte me comprometo, como los nueve arcontes, a consagrar en el templo de Delfos mi estatua en oro de talla natural, y también la tuya.[8]
SÓCRATES. —Tú eres, mi querido Fedro, el que vales lo que pesas de oro, si tienes la buena fe de creer que en el discurso de Lisias nada hay que rehacer y que yo pudiera tratar el mismo asunto sin contradecir en nada lo que él ha dicho. En verdad esto sería imposible hasta al más adocenado escritor. Por ejemplo, puesto que Lisias ha intentado probar que es preciso favorecer al amigo frío, más bien que al amigo apasionado, si me impides alabar la sabiduría del uno y reprender el delirio del otro, si no puedo hablar de estos motivos esenciales, ¿qué es lo que me queda? Hay necesidad de consentir estos lugares comunes al orador, y de esta manera puede mediante el arte de la forma suplir la pobreza de invención. No es porque, cuando se trata de razones menos evidentes, y por lo tanto más difíciles de encontrar, no se una al mérito de la composición el de la invención.