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EUTIFRÓN. —¡Por Zeus!, Sócrates, si su imprudencia llega al punto de atacarme, bien pronto encontraré su flaco, y correrá más peligro que yo delante de los jueces.
SÓCRATES. —Ya lo sé, y he aquí por qué deseaba tanto ser tu discípulo, seguro que no hay nadie tan atrevido para mirarte cara a cara; ni el mismo Méleto; ese hombre que penetra hasta tal punto el fondo de mi corazón que me acusa de impiedad.
Ahora, en nombre de los dioses, dime lo que hace poco me asegurabas saber tan bien: qué es lo santo y lo impío; sobre el homicidio, por ejemplo, y sobre todos los demás objetos que pueden presentarse. ¿La santidad no es siempre semejante a sí misma en toda clase de acciones? Y la impiedad, que es su contraria, ¿no es igualmente siempre la misma, de suerte que la misma idea, el mismo carácter de impiedad, se encuentra siempre en lo que es impío?
EUTIFRÓN. —Ciertamente, Sócrates.
SÓCRATES. —Dime, pues, lo que entiendes por lo santo y lo impío.
EUTIFRÓN. —Llamo santo, por ejemplo, a lo que hago yo hoy día de perseguir en justicia todo hombre que comete muertes, sacrilegios y otras injusticias semejantes, ya sea padre, madre, hermano o cualquier otro; y llamo impío no perseguirlos. Sígueme, Sócrates; te lo suplico, porque quiero darte pruebas bien positivas de que mi definición es buena, y que es una acción santa, como se lo he dicho a muchas personas, no tener ningún género de miramientos con el impío, cualquiera que él sea. Todo el mundo sabe que Zeus es el mejor y el más justo de los dioses, y todos convienen en que encadenó a su mismo padre porque devoraba sus hijos contra razón y justicia; y Cronos no trató con menos rigor a su padre por otra falta. Sin embargo, se sublevan contra mí porque persigo a mi padre por una injusticia atroz, y se incurre en una manifiesta contradicción, juzgando de tan distinto modo la acción de los dioses y la mía.