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EUTIFRÓN. —Sin contradicción.

SÓCRATES. —¿Te parece que está esto bien definido?

EUTIFRÓN. —Lo creo.

SÓCRATES. —¿Pero no estamos también acordes en que los dioses tienen entre sí enemistades y odios, y que muchas veces están discordes y divididos?

EUTIFRÓN. —Sí; sin duda.

SÓCRATES. —Examinemos, pues, aquí en qué puede consistir esta diferencia de pareceres que produce entre ellos estas enemistades, estos odios. Si tú y yo disputáramos sobre dos números para saber cuál es el mayor, ¿esta diferencia nos haría enemigos y nos arrastraría a ejercer violencias? O más bien, poniéndonos a contar, ¿nos pondríamos en el momento de acuerdo?

EUTIFRÓN. —Es claro.

SÓCRATES. —Y si disputáramos sobre la diferente magnitud de los cuerpos, ¿no nos pondríamos a medir, y no se daría en el acto por terminada nuestra disputa?

EUTIFRÓN. —En el acto.

SÓCRATES. —Y si disputáramos sobre la pesantez, ¿no se terminaría bien pronto nuestra disputa por medio de una balanza?

EUTIFRÓN. —Sin dificultad.

SÓCRATES. —¿Pues qué es lo que podría hacemos enemigos irreconciliables, si llegáramos a disputar sin tener una regla fija a que pudiéramos recurrir? Quizá no se presenta a tu espíritu ninguna de estas cosas, y voy a proponerte algunas. Reflexiona un poco y mira si por casualidad estas cosas son lo justo y lo injusto, lo honesto y lo inhonesto, el bien y el mal. Porque ¿no son estas las que por falta de una regla suficiente para ponemos de acuerdo en nuestras diferencias, nos arrojan a deplorables enemistades? Y cuando digo nosotros, entiendo todos los hombres.

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