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FEDRO. —¿Qué es lo que dices?, yo no te comprendo.
SÓCRATES. —¿No comprendes que a la cabeza de los escritos de un hombre de estado aparecen siempre los nombres de los que les han prestado su aprobación?
FEDRO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —El senado o el pueblo o ambos, en vista de la proposición de tal… han tenido a bien… Y aquí se nombra sí mismo, y hace su propio elogio. En seguida, para demostrar su ciencia a sus adoradores, hace de todo esto un largo comentario. Y, dime ¿No es éste un verdadero escrito?
FEDRO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Si triunfa el escrito, el autor sale del teatro lleno de gozo; si se le desecha, queda privado del honor de que se le cuente entre los escritores y autores de discursos, y así se desconsuela y sus amigos se afligen con él.
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Es evidente que, lejos de desdeñar este oficio, le tienen en gran estimación.
FEDRO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Pero qué, cuando un orador o un rey, revestido del poder de un Licurgo, de un Solón, de un Darío, se inmortaliza en un estado, como autor de discursos, ¿no se mira a sí mismo, como un semidiós durante su vida, y la posteridad no tiene de él la misma opinión, en consideración a sus escritos?