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FEDRO. —Quieres reírte, Sócrates.
SÓCRATES. —Aguarda. La cosa sería mucho más ridícula, si, queriendo persuadirte seriamente, compusiese un discurso, en el que hiciese el elogio del asno, dándole el nombre de caballo, y si dijese que es un animal muy útil para la casa y para el ejército, que puede cualquiera defenderse montado en él, y que es muy cómodo para la conducción de efectos y bagajes.
FEDRO. —Sí, eso sería el colmo del ridículo.
SÓCRATES. —Pero ¿no vale más ser ridículo, pero inofensivo, que peligroso y dañino?
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Cuando un orador, ignorando la naturaleza del bien y del mal, encuentra a sus conciudadanos en la misma ignorancia, y les persuade, no a tomar por caballo la sombra de un asno,[19] sino el mal por el bien; cuando, apoyado en el conocimiento que tiene de las preocupaciones de la multitud, la arrastra por malas sendas, ¿qué frutos podrá recoger la retórica de lo que haya sembrado?
FEDRO. —Frutos bien malos.
SÓCRATES. —Pero quizá, mi querido amigo, hemos tratado el arte oratorio con poco respeto, y quizá nos podría responder que de nada sirven todos nuestros razonamientos, que él no fuerza a nadie a aprender a hablar, sin conocer la naturaleza de la verdad, pero que si se le da crédito, es conveniente conocerla antes de recibir sus lecciones, si bien no duda en proclamar muy alto que, sin sus lecciones de bien hablar, de nada sirve el conocimiento de la verdad para persuadir.