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SÓCRATES. —Sí, mi querido Fedro. Pero es aún más noble ocuparse seriamente, auxiliado por la dialéctica y tropezando con un alma bien preparada, en sembrar y plantar con la ciencia discursos capaces de defenderse por sí mismos y defender al que los ha sembrado, y que, en vez de ser estériles, germinarán y producirán en otros corazones otros discursos que, inmortalizando la semilla de la ciencia, darán a todos los que la posean la mayor de las felicidades de la tierra.

FEDRO. —Sí, esa ocupación es de más mérito.

SÓCRATES. —Ahora que ya estamos conformes en los principios, podemos resolver la cuestión.

FEDRO. —¿Cuál?

SÓCRATES. —Aquella, cuyo examen nos ha conducido al punto que ocupamos, a saber: si los discursos de Lisias merecían nuestra censura, y cuáles son en general los discursos hechos con arte o sin arte. Me parece que hemos explicado suficientemente cuándo se siguen las reglas del arte, y cuándo de ellas se separan.

FEDRO. —Lo creo, pero recuérdame las conclusiones.

SÓCRATES. —Antes de conocer la verdadera naturaleza del objeto sobre el que se habla o escribe; antes de estar en disposición de dar una definición general y de distinguir los diferentes elementos, descendiendo hasta sus partes indivisibles; antes de haber penetrado por el análisis en la naturaleza del alma, y de haber reconocido la especie de discursos que es propia para convencer a los distintos espíritus; dispuesto y ordenado todo de manera que a un alma compleja se ofrezcan discursos llenos de complejidad y de armonía, y a un alma sencilla discursos sencillos, es imposible manejar perfectamente el arte de la palabra, ni para enseñar ni para persuadir, como queda bien demostrado en todo lo que precede.

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