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FEDRO. —En efecto, tal ha sido nuestra conclusión.

SÓCRATES. —¿Pero qué?, ¿sobre la cuestión de si es lícito o vergonzoso pronunciar o escribir discursos, y bajo qué condiciones este título de autor de discursos puede convertirse en un ultraje, lo que hemos dicho hasta aquí, no nos ha ilustrado suficientemente?

FEDRO. —Explícate.

SÓCRATES. —Hemos dicho, que si Lisias o cualquier otro ha compuesto o llega a componer un escrito sobre un objeto de interés público o privado, si ha redactado leyes, que son, por decirlo así, escritos políticos, y si piensa que hay en ellos mucha solidez y mucha claridad, no sacará otro fruto que la vergüenza que tendrá, dígase lo que se quiera. Porque ignorar, sea dormido, sea despierto, lo que es justo o injusto, bueno o malo, ¿no sería la cosa más vergonzosa, aun cuando la multitud toda entera nos cubriera de aplausos?

FEDRO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Pero supóngase un hombre que piensa que en todo discurso escrito, no importa sobre qué objeto, hay mucho de superfluo; que ningún discurso escrito o pronunciado, sea en verso, sea en prosa, debe mirársele como un asunto serio (a la manera de aquellos trozos que se recitan sin discernimiento y sin ánimo de instruir y con el solo objeto de agradar), y que, en efecto, los mejores discursos escritos no son más que una ocasión de reminiscencia para los hombres que ya saben; supóngase que también cree que los discursos destinados a instruir, escritos verdaderamente en el alma, que tienen por objeto lo justo, lo bello, lo bueno, son los únicos donde se encuentran reunidas claridad, perfección y seriedad, y que tales discursos son hijos legítimos de su autor; primero, los que él mismo produce, y luego los hijos o hermanos de los primeros, que nacen en otras almas sin desmentir su origen; y supóngase, en fin, que tal hombre no reconoce más que estos y desecha con desprecio todos los demás; este hombre podrá ser tal, que Fedro y yo desearíamos ser como él.

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