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PROTARCO. —¿No es por aquí, Sócrates, por donde debemos entrar en materia?

SÓCRATES. —A mi parecer, sí.

PROTARCO. —Vive persuadido de que todos los que aquí estamos pensamos como tú en este punto. Respecto a Filebo, es preferible no consultar su dictamen, por temor, como se dice, a no dislocar la idea del bien.

SÓCRATES. —En buena hora. ¿Por dónde comenzamos esta controversia, que tiene muchas ramificaciones y muchas formas?, ¿no es por aquí?

PROTARCO. —¿Por dónde?

SÓCRATES. —Digo que estos uno y muchos se encuentran por todas partes y siempre, lo mismo hoy que en todo tiempo, en cada una de las cosas de que se habla.[1] Jamás dejará de existir, ni es cosa de hoy el haber dado principio a la existencia, sino que, en cuanto yo alcanzo, es una cualidad inherente a nuestros discursos, inmortal e incapaz de envejecer. El joven que emplea por primera vez esta fórmula, se regocija hasta el punto de creer que ha descubierto un tesoro de sabiduría; la alegría lo trasporta hasta el entusiasmo, y no hay discurso en que no salga a relucir, tan pronto estrechándolo y confundiéndolo con el uno, como desarrollándolo y dividiéndolo en trozos. Se arroja desde luego más que nadie a la dificultad y embaraza a todos los que se le aproximan, más jóvenes o más viejos, o de la misma edad que él; no da cuartel a padre ni a madre, ni a ninguno de los que le escuchan; ataca, no solo a los hombres, sino en cierta manera a los demás seres, y me atrevo a responder de que ni a los bárbaros perdonaría, si pudiera proporcionarse un intérprete.

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