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PROTARCO. —¿Cómo dices eso, Sócrates? ¿Crees que, después de haber sentado como principio que el placer es el bien, puedo concederte y dejate pasar que hay ciertos placeres que son buenos y otros que son malos?

SÓCRATES. —Por lo menos confesarás, que los hay desemejantes entre sí, y algunos contrarios.

PROTARCO. —De ninguna manera; sobre todo, en tanto que son placeres.

SÓCRATES. —Ya volvemos de nuevo al mismo tema de antes, Protarco. Diremos, por consiguiente, que un placer no difiere de otro placer, y que todos son semejantes; de nada nos servirán los ejemplos que antes alegué, y diremos lo que dicen los hombres más ineptos y extraños al arte de discutir.

PROTARCO. —¿Por qué?

SÓCRATES. —Si por imitarte y llevarte la contraria me propusiese sostener que hay una semejanza perfecta entre las cosas más desemejantes, podría hacer valer las mismas razones que tú. Por ese medio hubiéramos aparecido en la discusión más novicios que lo que conviene, y se nos escaparía de las manos el objeto que tratamos. Tomemos, pues, el verdadero hilo, y quizá siguiendo la misma dirección llegaremos a convenir en algún punto.

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