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Platón en este pasaje alude a la opinión, bien conocida en su tiempo en Grecia, de Antístenes y de sus secuaces sobre el placer y el dolor. Era esta la escuela de los cínicos, quienes, por horror al placer y a sus consecuencias, negaban que existiese un placer en sí mismo; y rehusándole todo carácter positivo y real, lo definían como la ausencia del dolor. Según ellos no hay placer verdadero. Alejándose de la escuela cínica, Platón toma de ella argumentos contra los sensualistas exagerados, y entre otros el siguiente: «Los placeres mayores y más vivos no son los mejores; primero, porque no se obtienen sino al precio de los deseos más violentos y de las necesidades más exigentes, es decir, al precio de los dolores inevitables; y segundo, porque no pertenecen a la vida del sabio, quien sostiene la prudente máxima: nada en demasía; sino que siguen al estragado, que se entrega al placer sin prudencia y sin freno». Otro argumento de la misma escuela: «Gran número de placeres y de dolores, tanto del cuerpo como del alma, propenden a una mezcla íntima de dolor y de placer, de tal modo confundidos, que es imposible excluir el uno sin el otro, por más que sea justo decir que tan pronto es el dolor el que predomina como es el placer».