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La cuestión de preeminencia entre la inteligencia y el placer aparece aquí resuelta con razones metafísicas. Sócrates, volviendo a ideas que no había hecho más que indicar en el principio del Filebo, abraza, en cierta manera, de una mirada todos los seres del universo, y los divide en dos grandes grupos; comprendiendo en el primero los que participan del infinito, que es preciso entender aquí en el sentido de indeterminado, siendo de este número lo más y lo menos, lo fuerte y lo suave; en una palabra, todo lo que se resiste a una determinación precisa, y en el segundo, los seres finitos, es decir, determinados de una manera cualquiera, como lo igual y la igualdad, lo doble, etcétera. Después de estos dos primeros órdenes de existencia se concibe un tercero, en el que lo indeterminado y lo determinado se combinan, estableciéndose un acuerdo entre lo finito y lo infinito, para producir seres mixtos, tales como la naturaleza sensible nos los presenta. Pero hay un principio de estas tres especies de seres; un principio distinto de las tres, como una causa es distinta de su efecto. Esta causa productora constituye evidentemente una cuarta especie, que completa la clasificación de todos los seres y de todas las maneras de ser posibles. Si ahora examinamos en qué clase es preciso colocar la vida mezclada de placer y de sabiduría, aceptada ya por una y otra parte como única capaz de constituir la felicidad, es claro que pertenece a esta manera de ser mixta, en la que lo finito y lo infinito se mezclan, porque es propio de la sabiduría y del placer ser a la vez infinitos e indeterminados, por su naturaleza, y finitos y determinados en la vida real. Y así esta existencia se coloca con razón en el tercer rango.