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¿Pero a qué orden corresponde el placer, y a cuál la inteligencia, tomados cada uno en sí mismo? Éste es el secreto de la preeminencia del uno o del otro, según que por su naturaleza se aproximan o se alejan del primer rango de los seres, del Bien. Admitamos que el placer sea de la especie del infinito, que corresponde al segundo rango en el orden de las existencias; resta saber, si la sabiduría le es superior o no. Es claro, que si por su esencia está más próxima a la causa productora de toda existencia, necesariamente tiene la mayor parte en la mezcla del placer y de la sabiduría, que forma la vida dichosa, y que es más causa de la felicidad que el placer, siendo casi el placer mismo. Ésta es efectivamente la conclusión a la que llega Sócrates. No concibe un principio de las cosas desprovisto de sabiduría, de inteligencia y de razón; afirma, por el contrario, que este principio es a sus ojos una inteligencia suprema, una sabiduría absoluta, y la prueba la encuentra en el aspecto del universo. Lo compara al hombre, que es un compuesto de agua, de aire, de tierra y de fuego, estos cuatro elementos primordiales de los antiguos, unidos a un alma, fuerza vital y conservadora a la vez, que procede de la causa primera y creadora, y cree firmemente que el universo, que es también un cuerpo compuesto de los mismos elementos, pero más complicado aún y más admirable que el cuerpo humano, no puede menos de tener un alma que lo anime y que lo gobierne. Esta alma, que bajo tantos aspectos merece los nombres de sabiduría y de inteligencia, es de igual género que la misma causa primera. He aquí por lo tanto la sabiduría identificada con la causa primera, y colocada de hecho por encima del placer. Por lo tanto, en su mezcla con el placer, es la sabiduría verdaderamente el elemento predominante, es decir, el elemento determinante de la felicidad.

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