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PROTARCO. —Es cierto, Sócrates, que estos placeres vienen de orígenes opuestos, pero no por esto se oponen el uno al otro. Porque ¿cómo el placer puede dejar de ser lo más parecido al placer, es decir, a sí mismo?
SÓCRATES. —Entonces el color, querido mío, en tanto que color no difiere en nada del color. Sin embargo, todos sabemos que lo negro, además de ser diferente de lo blanco, es de hecho opuesto a aquel. En igual forma, sin considerar más que el género, toda figura es lo mismo que otra figura; pero, si se comparan las especies, hay algunas enteramente opuestas y otras diversas entre sí hasta el infinito. Otras muchas cosas encontraremos, que están en el mismo caso. Por tanto, no puede darse fe a la razón que acabas de alegar, porque confundes en uno los objetos más contrarios. Sospecho que no descubriremos placeres contrarios a otros placeres.
PROTARCO. —Quizá los hay. Pero ¿qué perjudica esto a la opinión que yo defiendo?
SÓCRATES. —Es, diremos nosotros, porque siendo estos placeres desemejantes, no los llamas con el nombre que les es propio. Porque dices que todas las cosas agradables son buenas, y nadie, en verdad, negará que lo que es agradable no sea agradable; pero siendo la mayor parte de los placeres malos y algunos buenos, como nosotros pretendemos, tú das, sin embargo, a todos el nombre de buenos, aunque reconozcas que son desemejantes, si se te obliga a dar este voto en la discusión. ¿Qué cualidad común ves igualmente en los placeres buenos y malos, que te comprometa a comprenderlos todos bajo el nombre de Bien?