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PROTARCO. —Es muy cierto, Sócrates.

SÓCRATES. —Apliquemos lo dicho a esta clase de afecciones.

PROTARCO. —¿Cómo?

SÓCRATES. —¿Diremos de estos dolores y de estos placeres que todos son verdaderos o falsos, o que los unos son verdaderos y los otros falsos?

PROTARCO. —¿Cómo puede suceder, Sócrates, que haya placeres falsos y falsos dolores?

SÓCRATES. —¿En qué consiste, Protarco, que haya temores verdaderos y temores falsos, esperanzas verdaderas y esperanzas falsas, opiniones verdaderas y opiniones falsas?

PROTARCO. —Lo confieso respecto a opiniones, pero en todo lo demás lo niego.

SÓCRATES. —¿Cómo dices eso? Si no me engaño, vamos a provocar una cuestión que no es de escasa gravedad.

PROTARCO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Pero es preciso ver, hijo de un hombre a quien yo honro, si esta cuestión tiene algún enlace con lo que se ha dicho.

PROTARCO. —En buena hora.

SÓCRATES. —Porque debemos renunciar absolutamente a todos los rodeos y discusiones, que nos separen de nuestro objeto.

PROTARCO. —Muy bien.

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