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Si analizamos los casos concretos en los que creemos que ha habido despilfarro puede constatarse que muchos de los proyectos acometidos, más allá de los casos de corrupción desvelados o desconocidos, no responden a los criterios de rentabilidad social exigibles. Demasiadas estaciones millonarias, líneas cerradas, tramos abandonados a mitad, líneas innecesarias, sobrecostes desproporcionados y desfases bajo sospecha. Todo ello sin haber realizado un correcto análisis coste-beneficio y, a menudo, con estimaciones de usuarios o ingresos influidas por una coyuntura de euforia económica tan evidente como efímera. Tampoco evaluaciones ex post, como mínimo al estilo de los informes que elabora la Unión Europea de seguimiento de los proyectos que cofinancia (Tribunal de Cuentas Europeo, 2016). Incluso desde Adif se reconocía en 2014 que los contratos ya adjudicados por 14.015 millones de euros podrían concluirse con unos 4.000 millones. Si tenemos en cuenta que desde 1992 se han invertido al menos 42.000 millones de euros, podemos colegir cuánto se habría podido ganar en eficiencia y rentabilidad social de haber hecho las cosas de otra forma. Todo ello sin entrar en consideraciones relacionadas con el modelo de infraestructuras del tipo: ¿Por qué no existen ámbitos formales de co-decisión entre la Administración General del Estado y las Comunidades Autónomas en cuestiones de esta trascendencia, que comprometen el mayor volumen de la inversión pública y tienen tal capacidad (des)estructurante del territorio? ¿Ha sido la inversión en Alta Velocidad en detrimento de la inversión en cercanías y redes convencionales de Media Distancia? ¿Cuál ha sido la inversión total en cercanías durante el mismo periodo de tiempo? ¿Se ha evaluado el llamado «efecto túnel» de este tipo de infraestructuras de Alta Velocidad? ¿Por qué después de más de 42.000 millones de euros invertidos en ferrocarril persisten asimetrías entre territorios y déficit tan profundos como inexplicables como los existentes en territorios, entre otros muchos, como Extremadura, Aragón, Galicia, Granada, Murcia, Castilla La Mancha…? ¿No se trata de una forma de despilfarro además de una evidencia de injusticia territorial y social? Preguntas y sombras de duda en cuanto al grado de eficiencia de esta inversión puestos de relieve por distintos textos académicos e informes oficiales como el reciente y muy crítico informe especial del Tribunal de Cuentas Europeo (2018), que obligan a reflexionar y a proseguir investigaciones sobre varias cuestiones: en primer lugar, para conocer mejor el proceso de toma de decisiones y a qué atribuir los graves errores de programación de inversiones estratégicas. Esta cuestión puede ser muy importante para entender mejor el modelo de toma de decisiones en un Estado compuesto como el español y nuestros déficits de buena gobernanza y calidad institucional (Dahlström; Lapuente, 2018; Sebastián, 2019). En segundo lugar, para delimitar mejor el volumen de lo que se podría calificar como «ineficiencia interesada» (Palafox: 2017:217), o «despilfarro estructural», entendido como el conjunto de actuaciones innecesarias o de muy baja rentabilidad social acometidas además con elevados sobrecostes, diferenciado de aquellas inversiones en LAV importantes para favorecer el turismo como uno de los motores de nuestra economía. En tercer lugar, para conocer mejor la contribución real de una elevada inversión en costosas infraestructuras en el crecimiento económico regional (Crescency; Di Cataldo; Rodríguez-Pose, 2016). Todo ello por no hablar de aquellas otras inversiones estratégicas que debieron haberse impulsado hace tiempo, tal vez de forma prioritaria, y siguen siendo orilladas pese a que afectan a grandes retos colectivos tales como como la transición hacia fuentes de energías renovable (Tribunal de Cuentas Europeo, 2018b), prevención de inundaciones (Tribunal de Cuentas Europeo, 2018c) o lucha contra la desertificación (Tribunal de Cuentas Europeo, 2018d). O lo que es lo mismo, el hasta ahora amplio y poco desarrollado capítulo de estrategias y políticas públicas de adaptación a los efectos del cambio climático que serán de especial incidencia en ambientes mediterráneos.

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