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El gobierno dudaba entre la presentación de un proyecto propio y convocar a una asamblea constituyente. Finalmente optó por un camino intermedio. Los contenidos debían surgir de la manera más pura posible y del pueblo mismo. Para ello creó un “proceso constituyente”, el cual contemplaba varias fases. Primero, una de educación cívica, seguida de diálogos a niveles comunal, provincial y regional. Un “Consejo Ciudadano de Observadores” ordenaría esa información, lo que daría paso a una propuesta de reforma constitucional que, efectivamente, se presentó en el Congreso hacia el final del gobierno. Dicha reforma era una propuesta de Constitución que serviría de base para una discusión que tendría lugar en uno de tres foros posibles, y que debería ser votada en el Parlamento: Comisión bicameral, Convención Constituyente mixta y Asamblea Constituyente. Cualquiera fuera el camino, la propuesta del gobierno era que el resultado de dicho proceso fuera un plebiscito.

En abstracto, era un plan razonable, pero sin relación con la situación económica y la historia chilena. Me pareció un error que el gobierno no diera luz alguna de a qué tipo de cosas aspiraba, al menos en lo más estructural. Ello podía retroalimentar un proceso de desaceleración económica que ya era preocupante y afectar la propia discusión constitucional. Un debate apasionado y sin una consideración serena de contenidos y sus consecuencias podía tener repercusiones económicas de gran magnitud.

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