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Porque la santa Misa es el acto central de la vida de un cristiano. Quizá no hemos comprendido la exactitud y la profundidad de la definición vulgar que se da del cristiano cuando se dice: «Es un hombre que va a Misa»; o del sacerdote: «Es un hombre que ofrece el Santo Sacrificio».
La Misa, Sacrificio y Sacramento, es el centro de atracción y de eficacia de la Iglesia y de nuestra vida personal.
Como Sacrificio, sustancialmente el mismo que el del Calvario, requiere la incorporación de toda la Iglesia y, por tanto, de cada uno de nosotros a Jesucristo como Sacerdote y como Víctima: ofrecer a Cristo y ofrecerse con Cristo. Decía san Agustín que el sacerdote —y podríamos añadir que todos los fieles— es a la vez oferente y cosa ofrecida. Todos los actos de nuestra vida, los grandes y los más pequeños en apariencia, deben integrarse en la santa Misa como se funden con el vino esas gotas de agua que el sacerdote echa en el cáliz para convertirse luego en la Sangre de Cristo. Todos nuestros días quedan así incorporados en la Misa cuando los colocamos en la patena junto a la hostia que ha de ser consagrada.