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En el arranque de dicho proceso de plural significación se sitúa la revolución industrial, entendiendo por tal un conjunto de innovaciones mecánicas y de organización de la producción (esto es, tecnológicas en un sentido amplio) que, unidas a otras sociales e institucionales, promueven la ampliación de las capacidades productivas y la emergencia de las categorías propias del primer capitalismo industrial: el creciente uso de máquinas (en particular, en los dos sectores inicialmente más representativos: el textil algodonero y el siderometalúrgico), el empleo asalariado de hombres y mujeres en fábricas, la producción en serie de artículos que se destinan al mercado, la constitución de sociedades mercantiles de nuevo cuño...
Lo acontecido en determinados núcleos de la economía de Gran Bretaña a partir de la segunda mitad del siglo xviii y, en particular, a partir del decenio de 1780, se ha considerado a estos efectos como prototípico, adoptándose el caso inglés –primero en acontecer, pero también el mejor estudiado por teóricos e historiadores– como «modelo». Un modelo que facilita la ordenación en el eje del tiempo de otras experiencias nacionales, distinguiendo entre los países que se incorporan pronto al nuevo orden económico y social (first comers, early starters: por ejemplo, Francia, Bélgica, Suiza y, al otro lado del Atlántico, Estados Unidos) y los que se rezagan o de industrialización tardía (late comers, late joiners: Alemania, Italia y la propia España, por ejemplo, así como también, al este del continente, Rusia y, ya en el Pacífico, Japón).