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Gatai y Ronald, Konola (1978).

Sentí que se me escapaban las palabras:

–Sí... efectivamente... ¡Yo soy el Bubele!

–Dígame, por favor, ¿es usted Gatai? –pregunté, aunque la respuesta estuviera implícita.

–Sí, señor, soy yo... yo soy Gatai.

Tan pronto como las palabras salieron de su boca, sin poder –o sin querer– evitarlo, abracé emotivamente a esta pequeña y, en realidad, totalmente desconocida mujer. Gatai respondió sin ninguna timidez: estaba eufórica.

Pero lo que a continuación me esperaba era aun de mayor calibre. En forma totalmente inesperada, Gatai me tomó con ambas manos por la cintura y, sujetándose firmemente, comenzó a pisar el suelo, levantando alternativamente sus pies con un ritmo rápido. Al mismo tiempo, emitía un sonido alto y muy agudo, interrumpido por los labios o la lengua. Sonaba como: “¡Bi... bi... bi... bi... bi... bi...!”

¡Qué extraña situación! ¿Qué podría significar esto? ¿Cómo debía reaccionar? ¿Se trataba acaso de un ritual de alegría? ¿O, tal vez, tenía un significado vergonzoso para mí? ¿Era acaso un homenaje a mi persona?

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