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El pasado no puede borrarse de nuestra mente, sino permanece resguardado en ella en el subconsciente. Y, desde allí, trabaja generando nuestro carácter y plasmando nuestra personalidad. Se trata de un proceso continuo: mientras más años dejamos atrás, más vivencias se acumulan. Con el correr del tiempo nos alcanzan nuevas impresiones que desplazan –inadvertidamente– experiencias anteriores al infinito del subconsciente.

Suponemos que dichas experiencias se han perdido, pero no es así. Están almacenadas y de ninguna manera inactivas. Se encuentran depositadas en una red sofisticada de archivos de la mente, están permanentemente a disposición para influenciar nuestras decisiones. El pasado dispone las herramientas para que estructuremos el presente.

Fue Salomón quién dijo: “Instruye al niño en su camino, Y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Prov. 22:6).1 Hacemos bien en prestar atención a los eventos del ayer: estos nos ayudan a entender el presente.

En el pasado, las experiencias de misioneros enviados a tierras lejanas ha sido un tema que ha cautivado, como pocos, a creyentes cristianos de distintos lugares y denominaciones. En línea con esto, en las primeras décadas del siglo XX una serie de sociedades misioneras del centro y del norte de Europa enviaron voluntarios a países de ultramar. Una de ellas fue la Iglesia Adventista del Séptimo Día.

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