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En paralelo, fui acompañada por sesiones de coaching que luego de las indagaciones y los quiebre que presentaba, me llevaban a mirar a una niña asustada que buscaba ser vista, escuchada y valorada y que al parecer hoy se estaba repitiendo ese mismo sentir frente a mis hijos, mi esposo, mi mamá o en mi trabajo. Comencé a observar patrones que se repetían hoy en mi ser adulta, como por ejemplo frente a un desafío de hacer clases en una universidad y a una crítica de mis estudiantes, sentí que se me apretó el estómago, me sentí insegura y pensé que se pondría en juego mi identidad pública e hice lo que siempre estaba acostumbrado a realizar “estudiar y trabajar mucho para que mi imagen no estuviera comprometida y me vieran y valoraran como una profesora de excelencia“, comencé a buscar esa imagen que se defiende a través de la arrogancia.
Frente a mi esposo y a una situación en que él se fue a vivir a la casa de la playa, sentí en un primer momento que me abandonaba y que solo le importaba él, luego me sentí insegura de nuestra relación y en cada momento que estábamos juntos eran discusiones en las que buscaba castigarlo como buscando un acto reparador. Sentí miedo a que me abandonara y solo comencé a defenderme sintiéndome víctima, pero como no resultaba comencé a defenderme desde el enojo y al parecer que estaba consiguiendo lo contrario a lo que me daba miedo “que me abandonara”, me vi defendiendo celosamente lo que creía mío o prometido, pero que en definitiva el amor es un regalo y no una obligación.