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En estas páginas se ilustra además, cómo la historia de la ciencia muestra procesos muy similares, en donde etapas de relativa estabilidad, se enfrentan a crisis que terminan en otra etapa de estabilidad (eso que Thomas Kuhn llamó «cambio de paradigma»). La ciencia, por tratarse de un contexto mucho más restringido, nos permite señalar y comprender muy nítidamente los elementos que definen la crisis. A modo de preludio a este excepcional ensayo, quisiera relatar uno de los ejemplos más significativos y pertinentes ocurrido previo a nuestro tiempo.
Las primeras décadas del siglo XVII fueron el caldo de cultivo para uno de los conflictos bélicos más sangrientos en la historia de Europa. Disputas intelectuales y territoriales entre católicos, protestantes y calvinistas erosionaban su pacífica convivencia, la cual termina por desplomarse provocando, en 1618, la guerra de los treinta años, en la que murieron más de cinco millones de personas. Johannes Kepler vivía, en el epicentro de estos eventos, en el Sacro Imperio Romano Germánico. La emigración, la excomunión, la muerte y la pobreza fueron parte de su vida cotidiana. Pero para Kepler, una crisis mucho más profunda era la que acontecía en el plano de las ideas, sobre la concepción que el hombre tenía del universo. El problema parecía menor, pero, como veremos, fue el detonante de la llamada «revolución científica», que cambió el destino de la civilización occidental. Aquello que acaparaba la atención de Kepler era la órbita de Marte. La creciente precisión con la que entonces se conseguía medir la posición de los planetas en la bóveda celeste, le permitió notar pequeñas inconsistencias entre las teorías dominantes. Ni la teoría Ptolemaica (geocéntrica) ni la Copernicana (heliocéntrica) eran capaces de dar cuenta de la trayectoria del planeta rojo. Y, a pesar de su publicidad, la idea de que la Tierra fuera el centro del sistema solar no era el problema más importante. Por una parte, la teoría heliocéntrica ya había sido adoptada por filósofos desde la antigua Grecia hasta Copérnico. Y Kepler era uno de ellos. Incluso la Iglesia aceptaba esta idea, en la medida que se la tratara como una descripción teórica útil y no como una verdad objetiva. La trayectoria de Marte, sin embargo, inmutable ante esta terrenal polémica, eludía cualquiera de las teorías. Sucede que había un prejuicio mucho más profundo al de la ubicación de la Tierra en el sistema solar. Uno que estaba tan incorporado en el inconsciente colectivo de la época que no era objeto de discusión alguna. Uno del que solo se podían liberar con una cuota superlativa de imaginación, trabajo y audacia: de optimismo realista. El prejuicio era más bien una obsesión: la obsesión por el círculo. Para todos, laicos y religiosos, eruditos e ignorantes, el círculo era la figura perfecta, la forma obvia en que los objetos celestes, en su magnánima perfección, debían moverse. El mundo etéreo e inalcanzable que habita las entrañas del firmamento solo podía contener formas muy simétricas como círculos y esferas. Tanto fue así que, si la teoría (de Ptolomeo o de Copérnico) no daba cuenta de los fenómenos observados se utilizaban «epiciclos», esto es, se montaban círculos sobre otros círculos para mejorar las predicciones. Pero Marte se resistía a vivir sobre círculos, y Kepler, un observador cuidadoso y persistente, no le sacaba los ojos de encima. En 1609 en su libro Astronomia Nova publica su conclusión —una de las más audaces en la historia de la ciencia—, Marte se mueve a lo largo de una elipse alrededor del Sol. Más tarde extendería esto a los demás planetas conocidos en lo que hoy llamamos Primera Ley de Kepler.