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No se puede subestimar el profundo impacto que esta revolucionaria idea tuvo en todos los aspectos de nuestra cultura. Por una parte, terminó con el reinado del círculo en el inconsciente colectivo, y con ello, con la distinción entre los fenómenos terrenales y celestes. Ahora la trayectoria de una piedra que arrojamos desde el suelo no es muy distinta a la que recorre la Luna alrededor de la Tierra. De hecho, la de la piedra es también una elipse; una muy elongada, que no puede recorrer toda su extensión ya que se encuentra con la superficie de la tierra, terminando así su viaje. Este es el guante que recoge posteriormente Newton, unificando de modo magistral todos los fenómenos gravitacionales. Pero el coraje de Kepler al jubilar el círculo y proclamar la fructífera belleza de la elipse es el acto fundacional de la revolución científica. Fue el término de una de las grandes crisis científicas, y, de algún modo, el comienzo del siglo XVII. Mientras allá afuera la locura religiosa producía muerte, destrucción y angustia, en la mente de Kepler las cosas ocurrían de un modo muy distinto. En 1629, poco antes de morir, escribió: «Cuando la tormenta se enfurece y el Estado es amenazado a naufragar, no podemos hacer nada más noble que echar el ancla de nuestros pacíficos estudios en el fondo de la eternidad».

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