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—Tom no la tocará —dije—. No piensa en ella.

—No me fío de él, compañero.

—¿Cuánto tiempo vas a esperar?

—Toda la noche, si es necesario. Por lo menos, hasta que se acuesten todos.

Vi entonces el asunto desde otra perspectiva. Supongamos que Tom descubría que la que conducía era Daisy. Podía intuir alguna conexión, cualquier cosa… Miré hacia la casa; había dos o tres ventanas con luz y, en el segundo piso, el resplandor rosa de la habitación de Daisy.

—Espera aquí —le dije a Gatsby—. Voy a ver si hay alguna señal de jaleo.

Volví bordeando el césped, crucé sin hacer ruido el sendero de grava y subí de puntillas los escalones de la galería.

Las cortinas de la sala de estar estaban abiertas y comprobé que no había nadie en la habitación. Pasando el porche donde habíamos cenado aquella noche de junio tres meses antes, llegué a un pequeño rectángulo de luz que imaginé la ventana de la antecocina. La persiana estaba echada, pero descubrí una rendija en el alféizar.

Daisy y Tom se sentaban a la mesa de la cocina, uno frente al otro, con un plato de pollo frío entre los dos y dos botellas de cerveza. Él hablaba con absoluta concentración y, muy serio, apoyaba la mano en la mano de Daisy, cubriéndosela. De vez en cuando ella levantaba la vista, lo miraba y asentía con la cabeza.

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