Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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No había recorrido veinte metros cuando oí mi nombre y Gatsby salió de entre dos arbustos. Yo debía de estar muy descentrado en ese momento porque en lo único que podía pensar era en la luminosidad del traje rosa de Gatsby bajo la luna.

—¿Qué haces? —pregunté.

—Sólo estar aquí, compañero.

Me pareció una ocupación despreciable, no sé por qué. Por lo que yo sabía, podía desvalijar la casa en cualquier instante; no me hubiera sorprendido ver las caras siniestras de «la pandilla de Wolfshiem» detrás de él, en la oscuridad de los matorrales,

—¿Habéis visto algo en la carretera? —preguntó al cabo de unos segundos.

—Sí.

—¿Ha muerto?

—Sí.

—Eso me pareció, y se lo dije a Daisy. Era mejor que recibiera la impresión de golpe. Lo soportó muy bien.

Hablaba como si la reacción de Daisy fuera lo único importante.

—Fui a West Egg por una carretera secundaria —continuó— y dejé el coche en mi garaje. Creo que no nos vio nadie, pero, claro, no estoy seguro.

Había llegado a resultarme tan desagradable que no consideré necesario decirle que se equivocaba.

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