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—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

De pronto, como sobresaltado, Tom levantó la cabeza y, después de recorrer el garaje con una mirada vidriosa, le masculló algo incoherente al policía.

—Eme, a, uve… —decía el policía en ese momento—, o…

—No, erre… —corrigió el hombre—. Eme, a, uve, erre, o…

—¡Présteme atención! —murmuró Tom, feroz.

—erre… —dijo el policía—, o…

—ge…

—ge… —alzó la mirada cuando la ancha mano de Tom cayó de repente sobre su hombro—. ¿Qué quiere, amigo?

—¿Qué ha pasado? Eso es lo quiero saber.

—La pilló un coche. La mató en el acto.

—La mató en el acto —repitió Tom, con la mirada perdida.

—Salió corriendo a la carretera. Ese hijo de puta ni siquiera paró el coche.

—Había dos coches —dijo Michaelis—. Uno que iba y otro que venía, ¿me entiende?

—¿Qué iba adónde? —preguntó el policía con mucho interés.

—Cada uno en una dirección. Bueno, ella… —la mano se levantó hacia las mantas pero se detuvo a medio camino y volvió a caer a lo largo del costado—. Ella salió corriendo y el coche que venía de Nueva York le dio de lleno. Iba a cincuenta o sesenta kilómetros por hora.

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