Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

173 страница из 1361

La voz volvió a suplicar que nos fuéramos.

—¡Por favor, Tom! No aguanto más.

Sus ojos asustados decían que todo su valor y todos sus propósitos, hubieran sido los que hubieran sido, habían desaparecido definitivamente.

—Volved a casa los dos, Daisy —dijo Tom—. En el coche de mister Gatsby.

Daisy miró a Tom, alarmada, pero él insistió con magnánimo desprecio:

—Adelante. No te molestará. Creo que se ha dado cuenta de que su flirteo ridículo y presuntuoso se ha acabado.

Se fueron, sin una palabra, excluidos, convertidos en algo insignificante, aislados, como fantasmas, al margen, incluso, de nuestra piedad.

Unos minutos después Tom se levantó y empezó a envolver en la toalla la botella de whisky sin abrir.

—¿Queréis un trago? ¿Jordan? ¿Nick?

No contesté.

—¿Nick? —me preguntó otra vez.

—¿Qué?

—¿Quieres?

—No. Acabo de acordarme de que hoy es mi cumpleaños.

Cumplía treinta. Ante mí se extendía el camino portentoso y amenazador de una nueva década.

Eran las siete cuando nos subimos en el cupé con Tom y salimos hacia Long Island. Tom no paraba de hablar y reír, exultante, pero su voz nos parecía tan remota a Jordan y a mí como el clamar de los extraños en las aceras o el estrépito del tren elevado sobre nuestras cabezas. La compasión tiene sus límites, y nos alegrábamos de que las trágicas discusiones ajenas quedaran atrás y se desvanecieran como las luces de la ciudad. Treinta años: la promesa de una década de soledad, una lista menguante de solteros por conocer, una reserva menguante de entusiasmo, pelo menguante. Pero a mi lado estaba Jordan, que, a diferencia de Daisy, era demasiado lista para arrastrar de una época a otra sueños olvidados. Mientras atravesábamos el puente en penumbra su cara se apoyó pálida y perezosa en la hombrera de mi chaqueta y la presión tranquilizadora de su mano fue calmando el formidable golpe de los treinta años.

Правообладателям