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—Puede hacer al respecto lo que crea conveniente, compañero —dijo Gatsby con serenidad.

—He descubierto lo que eran sus drugstores —se dirigió a nosotros, hablando muy rápido—. Él y ese Wolfshiem compraron un montón de drugstores en callejuelas de aquí y de Chicago y se dedicaron a vender licor de contrabando. Ése es uno de sus trucos. Me pareció un contrabandista de alcohol la primera vez que lo vi, y no me equivoqué demasiado.

—¿Y qué? —dijo Gatsby con mucha corrección—. Creo que a su amigo Walter Chase el orgullo no le impidió participar en el negocio.

—Y usted lo dejó en la estacada, ¿no? Dejó que pasara un mes en la cárcel de Nueva Jersey. ¡Santo Dios! Tendría que oír lo que Walter dice de usted.

—Vino a nosotros sin un centavo. Se puso muy contento de llevarse algún dinero, compañero.

—¡No me llame compañero! —gritó Tom. Gatsby no dijo nada—. Walter podría haberlos denunciado por el asunto de las apuestas, pero Wolfshiem le metió miedo para que cerrara la boca.

La cara de Gatsby había recuperado esa expresión suya, extraña y, sin embargo, reconocible.

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