Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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Ese hombre y Michaelis llegaron los primeros, pero cuando le rompieron y abrieron la blusa, todavía húmeda de sudor, vieron que el pecho izquierdo, suelto, se movía como un colgajo, y no era necesario intentar oír los latidos del corazón. La boca se le había abierto de par en par, con las comisuras ligeramente desgarradas, como si le hubiera resultado traumático liberar la tremenda vitalidad que había acumulado durante tanto tiempo.

Vimos a los tres o cuatro automóviles y al grupo de gente cuando todavía estábamos a cierta distancia.

—¡Un accidente! —dijo Tom—. Eso es bueno. Por fin Wilson tendrá algo de trabajo.

Disminuyó la velocidad, aunque aún no tenía intención de detenerse, hasta que, más cerca, las caras enmudecidas y reconcentradas de la gente en la puerta del garaje lo obligaron a frenar automáticamente.

—Vamos a echar un vistazo —dijo, inseguro—, sólo un vistazo.

Tomé conciencia en ese momento de un sonido sordo y quejumbroso que brotaba sin cesar del garaje, un sonido que, cuando nos bajamos del cupé y nos acercábamos a la puerta, se convirtió en las palabras «Dios mío, Dios mío», susurradas una y otra vez en una especie de estertor.

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