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Entre otras cuestiones sugeridas por el mundo natural, profundamente interesado, le pregunté a mi padre por la naturaleza y el origen de los truenos y los rayos. Me dijo que era «electricidad», y me explicó también los efectos de aquella fuerza. Construyó una pequeña máquina eléctrica, e hizo algunos pequeños experimentos y preparó una cometa con una cuerda y un cable que podía extraer aquel fluido desde las nubes.

Este último golpe acabó de derribar a Cornelio Agrippa, a Alberto Magno y a Paracelso, que durante tanto tiempo habían sido reyes y señores de mi imaginación. Pero, por alguna fatalidad, no me sentí inclinado a estudiar ningún sistema moderno y este desinterés tenía su razón de ser en la siguiente circunstancia.

Mi padre expresó su deseo de que yo asistiera a un curso sobre filosofía natural, a lo cual accedí encantado. Hubo algún inconveniente que impidió que yo asistiera a aquellas lecciones hasta que el curso casi hubo concluido. La clase a la que acudí, aunque casi era la última del curso, me resultó absolutamente incomprensible. El profesor hablaba con gran convicción del potasio y el boro, los sulfatos y los óxidos, unos términos a los que yo no podía asociar idea alguna: me desagradó profundamente una ciencia que, a mi entender, solo consistía en palabras.

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