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Desde aquel momento hasta que fui a la universidad, abandoné por completo mis antaño apasionados estudios de ciencia y filosofía natural, aunque aún leía con deleite a Plinio y a Buffon, autores que en mi opinión eran casi iguales en interés y utilidad.
En aquella época mi principal interés eran las matemáticas y la mayoría de las ramas de estudio que se relacionan con esa disciplina. También estaba muy ocupado en el aprendizaje de idiomas; ya conocía un poco el latín, y comencé a leer sin ayuda del lexicón a los autores griegos más sencillos. También sabía inglés y alemán perfectamente. Y ese era el listado de mis conocimientos a la edad de diecisiete años; y se podrá usted imaginar que empleaba todo mi tiempo en adquirir y conservar los conocimientos de aquellas diferentes materias.
Otra tarea recayó sobre mí cuando me convertí en maestro de mis hermanos. Ernest era cinco años más joven que yo y era mi principal alumno. Desde que era muy pequeño había tenido una salud delicada, razón por la cual Elizabeth y yo habíamos sido sus enfermeros habituales. Tenía un carácter muy dulce, pero era incapaz de concentrarse en ningún trabajo serio. William, el más joven de la familia, era aún muy niño y la criatura más bonita del mundo; sus alegres ojos azules, los hoyuelos de sus mejillas y sus gestos zalameros inspiraban el cariño más tierno. Así era nuestra vida familiar, de la cual permanecían siempre alejados las preocupaciones y el dolor. Mi padre dirigía nuestros estudios y mi madre formaba parte de nuestros juegos. Ninguno de nosotros gozaba de predilección alguna sobre los demás, y nunca se escucharon en casa órdenes autoritarias, pero nuestro cariño mutuo nos empujaba a obedecer y a satisfacer hasta el más mínimo deseo de los demás.