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—Hijos míos —dijo—, había depositado todas mis esperanzas en vuestra unión. Ahora esa unión será el consuelo de vuestro padre. Elizabeth, mi amor, ocupa mi lugar y cuida de tus primos pequeños. ¡Cuánto lo siento…! ¡Cuánto siento tener que abandonaros…! He sido tan feliz y tan amada, ¿cómo no me va a ser difícil separarme de vosotros? Pero esas ideas no deberían preocuparme ahora; tendré que intentar resignarme con una sonrisa a la muerte y abrigaré la esperanza de encontraros en el otro mundo.

Murió tranquila, y sus rasgos expresaban cariño incluso en la muerte. No será necesario describir los sentimientos de aquellos cuyos amados lazos quedan rotos por ese irreparable mal, el vacío que deja en las almas y la desesperación que se muestra en la mirada. Transcurre mucho tiempo antes de que la mente humana pueda convencerse de que la persona a quien se ve todos los días, y cuya simple existencia parece parte de la nuestra, se ha ido para siempre; pasa mucho tiempo antes de que podamos convencernos de que la mirada brillante de un ser amado se ha apagado para siempre y de que el sonido de una voz familiar y querida se ha acallado definitivamente, y nunca más volverá a escucharse. Estas son las reflexiones de los primeros días. Pero cuando el paso del tiempo demuestra que la desgracia es una realidad, entonces comienza la amargura y el dolor. Sin embargo, ¿a quién no ha arrebatado esa cruel mano algún ser querido? ¿Y por qué debería describir yo una pena que todos han sentido y deben sentir? Al final llega el día en el que el dolor es más bien una complacencia que una necesidad, y la sonrisa que juega en los labios, aunque parezca un maldito sacrilegio, ya no se oculta. Mi madre había muerto, pero nosotros aún teníamos obligaciones que cumplir; debíamos seguir con nuestra vida y aprender a sentirnos afortunados mientras quedara uno de nosotros a quien la muerte no hubiera arrebatado.

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