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—Los antiguos maestros de la ciencia —dijo— prometían imposibles y no consiguieron nada. Los maestros modernos prometen muy poco. Saben que los metales no pueden transmutarse y que el elixir de la vida es solo una quimera. Pero estos filósofos, cuyas manos parecen hechas solo para escarbar en la suciedad y cuyos ojos parecen solo destinados a escudriñar en el microscopio o en el crisol, en realidad han conseguido milagros. Penetran en los recónditos escondrijos de la Naturaleza y muestran cómo opera en esos lugares secretos. Han ascendido a los cielos y han descubierto cómo circula la sangre y la naturaleza del aire que respiramos. Han adquirido nuevos y casi ilimitados poderes: pueden dominar los truenos del cielo, simular un terremoto, e incluso imitar el mundo invisible con sus propias sombras.

Salí de allí encantado con este profesor y su lección, y lo visité aquella misma tarde. En privado, sus modales eran incluso más amables y afectuosos que en público. Porque había una cierta dignidad en sus gestos durante sus clases que se tornaba afabilidad y amabilidad en su propia casa. Escuchó con atención mi pequeña historia referente a los estudios y sonrió cuando pronuncié los nombres de Cornelio Agrippa y Paracelso, pero sin el desprecio que el señor Krempe había mostrado. Dijo que «los modernos filósofos estaban en deuda con el infatigable esfuerzo de esos hombres que sentaron las bases del conocimiento. Ellos nos habían encomendado una tarea más sencilla: dar nuevos nombres y ordenar en clasificaciones comprensibles los hechos que, en buena parte, ellos habían sacado a la luz. El trabajo del hombre de genio, aunque esté equivocado o mal dirigido, muy pocas veces deja de convertirse en un verdadero beneficio para la humanidad». Escuché atentamente sus palabras, pronunciadas sin presunción alguna, y luego añadí que su lección había apartado de mí cualquier prejuicio contra los químicos modernos; y también le pedí que me aconsejara respecto a los libros que debía leer.

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