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El ascenso es muy pronunciado, pero el camino se recorta en constantes revueltas que permiten ascender esas montañas casi verticales. Es un paisaje aterradoramente desolado. En mil lugares se aprecian los restos de los aludes invernales, donde los árboles yacen en tierra, quebrados y astillados: algunos, completamente destrozados; otros, inclinados y apoyados en los salientes rocosos de la montaña o recostados y atravesados sobre otros árboles. Cuando uno alcanza cierta altura, el camino se cruza con barranqueras cubiertas de nieve, desde donde suelen desprenderse continuamente piedras que caen rodando; una de esas quebradas es particularmente peligrosa, porque el más leve sonido, incluso el que se produce al hablar en voz alta, genera una vibración en el aire lo suficientemente violenta como para desatar la destrucción sobre la persona que se atrevió a hablar. Los abetos aquí no son ni altos ni frondosos, sino sombríos, y añaden un aire de severidad al paisaje. Miré abajo, al valle; imponentes nieblas se estaban elevando desde el río, que lo atravesaba, y se iban alzando en densas volutas en torno a las montañas del otro lado, cuyas cimas aparecían ocultas por nubes uniformes, mientras que la lluvia se precipitaba desde aquellos cielos oscuros y se añadía a la melancólica sensación que tenía de todo lo que me rodeaba. ¡Dios mío…! ¿Por qué presume el hombre de tener más sensibilidad que las bestias? Eso solo los convierte en seres más necesitados. Si nuestros impulsos se redujeran al hambre, la sed y el deseo, casi podríamos ser libres; pero nos vemos agitados por todos los vientos y por cada palabra pronunciada casi al azar o por cada paisaje que ese viento puede sugerirnos.

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