Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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Escuché sus palabras con una angustia indescriptible. Yo era, no físicamente, pero sí efectivamente, el verdadero asesino. Elizabeth leyó la angustia en mi rostro y, cogiéndome cariñosamente la mano, dijo:

—Mi queridísimo primo, tienes que tranquilizarte; esos acontecimientos me han afectado… ¡Dios sabe cuán profundamente! Pero no estoy tan destrozada como tú… Hay en tu rostro una expresión de dolor, y a veces de venganza, que me hace temblar; cálmate, mi querido Victor; daría mi vida por que estuvieras tranquilo. Verás como volveremos a ser felices: viviendo apaciblemente en nuestro país natal y apartados del mundo, ¿qué podría perturbar nuestra tranquilidad?

Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras me lo decía, desmintiendo la misma felicidad que me prometía, pero al mismo tiempo sonreía de tal modo que podía apartar los demonios que se escondían en mi corazón. Mi padre, que vio en la tristeza que se reflejaba en mi cara solo una exageración de la pena que debía sentir naturalmente, pensó que un entretenimiento adecuado a mis gustos sería el mejor medio para que recuperara la serenidad acostumbrada. Fue por este motivo por el que nos habíamos trasladado al campo; y, animado por la misma razón, ahora propuso que podíamos hacer un viaje al valle de Chamonix. Yo ya había estado allí, pero Elizabeth y Ernest nunca lo habían visitado; y ambos habían expresado muy a menudo su deseo de ver aquel sitio, que todo el mundo les había descrito como un lugar maravilloso y sublime. Así pues, a mediados del mes de agosto, casi dos meses después de la muerte de Justine, partimos de Ginebra dispuestos a realizar ese viaje.

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