Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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Permanecimos varias horas con Justine, y solo con gran dificultad Elizabeth reunió valor para apartarse de ella.

—¡Ojalá muriera yo contigo! —gritó llorando—. ¡No soporto vivir en este mundo de dolor!

Justine adoptó un aire de alegría, aunque apenas podía contener sus amargas lágrimas.

—Adiós, querida señorita, mi queridísima Elizabeth; que el Cielo en su infinita bondad la bendiga y la proteja. Que sea esta la última desgracia que tenga usted que sufrir; viva y sea feliz para hacer felices a los demás.

Cuando regresábamos, Elizabeth me dijo:

—No sabes, mi querido Víctor, cuánto me ha tranquilizado saber que puedo estar segura de la inocencia de esa desafortunada muchacha. Jamás podría volver a vivir en paz si mi confianza en ella se hubiera visto defraudada. En esos momentos en que lo creí, sentí una angustia que no hubiera podido soportar durante mucho tiempo. Ahora mi corazón se siente aliviado. La inocente sufre, pero aquella a quien yo consideraba amable y buena no es una malvada, y eso me consuela.

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