Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

324 страница из 1361

—¡Oh, Justine…! —gritó Elizabeth llorando—. ¡Perdóname por haber desconfiado de ti un solo momento! ¿Por qué confesaste? No te lamentes, mi querida niña, yo proclamaré tu inocencia en todas partes y conseguiré que me crean. Aunque tú tengas que morir… tú, mi amiga, mi compañera de juegos, más que una hermana… morir… No, no podré sobrevivir a una desgracia tan horrible…

—Querida y dulce señorita, no llore… —contestó Justine—. Debería usted animarme con pensamientos sobre una vida mejor, y elevar mi espíritu sobre las pequeñas preocupaciones de este mundo de injusticia y violencia. No, mi buena Elizabeth, no me hunda usted en la desesperación.

Elizabeth abrazó a la desgraciada.

—Intentaré consolarte —dijo—, pero me temo que esta es una tragedia tan profunda y tan desgarradora que el consuelo apenas sirve de nada, porque no hay esperanza. Que el Cielo te bendiga, mi queridísima Justine, con una resignación y una fe que eleve tu espíritu por encima de este mundo. ¡Oh, cómo desprecio todas sus farsas y sus necedades! Cuando una criatura es asesinada, inmediatamente a otra se le arrebata la vida, con una lenta tortura, y luego los verdugos, con las manos aún teñidas de sangre inocente, creen que han llevado a cabo una gran acción. Lo llaman castigo justo… ¡qué espantosas palabras! Cuando se pronuncian esas palabras, ya sé que se van a infligir los peores castigos y los más horribles que el tirano más siniestro haya inventado jamás para saciar su inconcebible venganza. Ya sé que esto no te va a consolar, mi Justine, a menos que en realidad estés feliz de abandonar un agujero tan asqueroso como este. ¡Dios mío! Querría estar descansando en paz, con mi tía y mi dulce William… lejos de esta luz que me resulta odiosa y de los rostros de hombres que aborrezco.

Правообладателям